GABRIELA MISTRAL
La cacería de Sandino
Nueva York, 1931
Mister Hoover ha declarado a Sandino "fuera de la ley". Ignorando eso que llaman derecho internacional, se entiende, sin embargo, que los Estados Unidos hablan del territorio nicaragüense como del propio, porque no se comprende la declaración sino como lanzada sobre uno de sus ciudadanos: "Fuera de la ley norteamericana".
Los desgraciados políticos nicaragüenses, cuando pidieron contra Sandino el auxilio norteamericano, tal vez no supieron imaginar lo que hacían y tal vez se asusten hoy de la cadena de derechos que han creado al extraño y del despeñadero de concesiones por el cual echaron a rodar su país.
La frase cocedora de Mr. Hoover suena a ese Halalí de las grandes cacerías, cuando sobre la presa que ha asomado el bulto en un claro del bosque, el cuerno llamador arroja a la jauría. Es numerosa la jauría esta vez hasta ser fantástica: sobre unas lomas caerán cinco mil hombres y decenas de aeroplanos. También equivale la frase a la otra de uso primitivo: "Tantos miles de pesos por tal cabeza", usada en toda tierra por los hombres de presa.
Lástima grande que la cabeza enlodada del herrero que la prensa yanqui llama bandido, sea, por rara ocurrencia, una cabeza a la cual sigue anhelante el continente donde vive toda su raza y una pieza que desde Europa llaman de héroe nato y de criatura providencial los que saben nombrar bien.
El herrero se parece más a Hércules que al Plutón infernal que ve Mr. Hoover. Enlodado corre por las cuchillas, a causa de los pantanos en que ha de escurrirse como culebra; carga las dos o tres pistolas que le dan las fotografías malignas de los semanarios neoyorquinos porque corre perseguido por los ajenos y los propios, y cada árbol y cada piedra de su región le son desleales; y su defensa toma aspecto de locura porque vive un caso fabuloso como para voltear a cualquiera la masa de sangre.
Desde los años de 1810, o sea, desde el aluvión guerrero que bajó desde México y Caracas hasta Chile, rompiéndolo todo para salvar una sola cosa, no habíamos vivido con nuestra expectación un trance semejante.
Mr. Hoover, mal informado a pesar de sus veintiún embajadas, no sabe que el hombrecito Sandino, montuno, plebeyo e infeliz ha tomado como un garfio la admiración de su raza, excepto uno que otro traidorzuelo o alma seca del sur. Si lo supiera, a pesar de la impermeabilidad a la opinión pública de la Casa Blanca (la palabra es de un periodista yanqui) se pondría a voltear esta pieza de fragua y de pelotón militar, tan parecida a los Páez, a los Artigas y a los Carrera, se volvería, a lo menos, caviloso y pararía la segunda movilización.
El guerrillero no es el mineral simple que él ve y que le parece un bandido quimicamente puro; no es un pasmo militar a lo Pancho Villa, congestionado de ganas de matar, borracho de fechoría afortunada y cortador de cabezas a lo cuento de Salgari. Ha convencido desde la prensa francesa y el aprecio español hasta el último escritor sudamericano que suele leer, temblándole el pulso, el cable que le informa que su Sandino sigue vivo.
Tal vez caiga ahora esa cabeza sin peinar que trae locas las cabezas acepilladas de los marinos ocupantes; tal vez sea esta ocasión la última en el millar de las jugadas y perdidas por el invasor. Ya no se trata de una búsqueda sino de una cacería, como decimos.
Pero los marinos de Hoover van a recoger en sus manos un trofeo en el que casi todos los del sur veremos nuestra sangre y sentiremos el choque del amputado que ve caer su muñón. Mala mirada vamos a echarles y un voto diremos bajito o fuerte que no hemos dicho nunca hasta ahora, a pesar de Santo Domingo y del Haití: "¡Malaventurados sean!".
Porque la identificación ya comienza y a la muerte de Sandino se hará de un golpe quedándose en el bloque. El guerrillero es, en un solo cuerpo, nuestro Páez, nuestro Morelos, nuestro Carrera y nuestro Artigas. La faena es igual, el trance es el mismo.
Nos hará vivir Mr. Hoover, eso sí, una sensación de unidad continental no probada ni en 1810 por la guerra de la independencia, porque este héroe no es local, aunque se mueva en un kilómetro de suelo rural, sino rigurosamente racial. Mr. Hoover va a conseguir, sin buscarlo, algo que nosotros mismos no habíamos logrado: sentirnos uno de punta a cabo del continente en la muerte de Augusto Sandino.
Nueva York, 1931
Mister Hoover ha declarado a Sandino "fuera de la ley". Ignorando eso que llaman derecho internacional, se entiende, sin embargo, que los Estados Unidos hablan del territorio nicaragüense como del propio, porque no se comprende la declaración sino como lanzada sobre uno de sus ciudadanos: "Fuera de la ley norteamericana".
Los desgraciados políticos nicaragüenses, cuando pidieron contra Sandino el auxilio norteamericano, tal vez no supieron imaginar lo que hacían y tal vez se asusten hoy de la cadena de derechos que han creado al extraño y del despeñadero de concesiones por el cual echaron a rodar su país.
La frase cocedora de Mr. Hoover suena a ese Halalí de las grandes cacerías, cuando sobre la presa que ha asomado el bulto en un claro del bosque, el cuerno llamador arroja a la jauría. Es numerosa la jauría esta vez hasta ser fantástica: sobre unas lomas caerán cinco mil hombres y decenas de aeroplanos. También equivale la frase a la otra de uso primitivo: "Tantos miles de pesos por tal cabeza", usada en toda tierra por los hombres de presa.
Lástima grande que la cabeza enlodada del herrero que la prensa yanqui llama bandido, sea, por rara ocurrencia, una cabeza a la cual sigue anhelante el continente donde vive toda su raza y una pieza que desde Europa llaman de héroe nato y de criatura providencial los que saben nombrar bien.
El herrero se parece más a Hércules que al Plutón infernal que ve Mr. Hoover. Enlodado corre por las cuchillas, a causa de los pantanos en que ha de escurrirse como culebra; carga las dos o tres pistolas que le dan las fotografías malignas de los semanarios neoyorquinos porque corre perseguido por los ajenos y los propios, y cada árbol y cada piedra de su región le son desleales; y su defensa toma aspecto de locura porque vive un caso fabuloso como para voltear a cualquiera la masa de sangre.
Desde los años de 1810, o sea, desde el aluvión guerrero que bajó desde México y Caracas hasta Chile, rompiéndolo todo para salvar una sola cosa, no habíamos vivido con nuestra expectación un trance semejante.
Mr. Hoover, mal informado a pesar de sus veintiún embajadas, no sabe que el hombrecito Sandino, montuno, plebeyo e infeliz ha tomado como un garfio la admiración de su raza, excepto uno que otro traidorzuelo o alma seca del sur. Si lo supiera, a pesar de la impermeabilidad a la opinión pública de la Casa Blanca (la palabra es de un periodista yanqui) se pondría a voltear esta pieza de fragua y de pelotón militar, tan parecida a los Páez, a los Artigas y a los Carrera, se volvería, a lo menos, caviloso y pararía la segunda movilización.
El guerrillero no es el mineral simple que él ve y que le parece un bandido quimicamente puro; no es un pasmo militar a lo Pancho Villa, congestionado de ganas de matar, borracho de fechoría afortunada y cortador de cabezas a lo cuento de Salgari. Ha convencido desde la prensa francesa y el aprecio español hasta el último escritor sudamericano que suele leer, temblándole el pulso, el cable que le informa que su Sandino sigue vivo.
Tal vez caiga ahora esa cabeza sin peinar que trae locas las cabezas acepilladas de los marinos ocupantes; tal vez sea esta ocasión la última en el millar de las jugadas y perdidas por el invasor. Ya no se trata de una búsqueda sino de una cacería, como decimos.
Pero los marinos de Hoover van a recoger en sus manos un trofeo en el que casi todos los del sur veremos nuestra sangre y sentiremos el choque del amputado que ve caer su muñón. Mala mirada vamos a echarles y un voto diremos bajito o fuerte que no hemos dicho nunca hasta ahora, a pesar de Santo Domingo y del Haití: "¡Malaventurados sean!".
Porque la identificación ya comienza y a la muerte de Sandino se hará de un golpe quedándose en el bloque. El guerrillero es, en un solo cuerpo, nuestro Páez, nuestro Morelos, nuestro Carrera y nuestro Artigas. La faena es igual, el trance es el mismo.
Nos hará vivir Mr. Hoover, eso sí, una sensación de unidad continental no probada ni en 1810 por la guerra de la independencia, porque este héroe no es local, aunque se mueva en un kilómetro de suelo rural, sino rigurosamente racial. Mr. Hoover va a conseguir, sin buscarlo, algo que nosotros mismos no habíamos logrado: sentirnos uno de punta a cabo del continente en la muerte de Augusto Sandino.
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